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PRUDENCIO DAMBORIENA
FE CATÓLICA E IGLESIAS Y SECTAS DE LA REFORMA
CAPÍTULO IV
BALANCE FINAL DE LA REFORMA
PROTESTANTE
Sumario
Planteamiento del problema: objeciones; elementos negativos y positivos en la
Reforma; la gran tragedia de la división de la Cristiandad.
Examinados
en sus líneas generales los orígenes y el primer desarrollo de la Reforma
protestante, se impone un ensayo de análisis de aquella gigantesca revolución
en el marco de la historia del cristianismo. La materia ha sido abordada más de
una vez por escritores católicos y protestantes. Las obras de Bossuet y Balmes entre los primeros y las de Guizot y Jurieu entre los
segundos (para no citar sino a los clásicos) perseguían esa finalidad. La
dificultad estriba más bien en restringir a sus debidos límites los términos de
la cuestión y en fijar netamente lo que, en definitiva, buscamos al plantearnos
el problema.
Es evidente
que, para resolverlo, no bastan unas cuantas frases, laudatorias o injuriosas,
salidas de plumas de prestigio o pronunciadas por hombres que pueden ser
eminentes en otros campos del saber. En este punto se ha pecado tanto de parte
católica como de la protestante. Y al historiador le resultan siempre
sospechosos los intentos de esos escritores que se atreven a sentenciar con
unas afirmaciones más o menos felices, o si se quiere con unas cuantas frases
lapidarias, un acontecimiento tan complejo y de la portada mundial como la
aparición del protestantismo. Véase, por ejemplo, la ligereza con que Macaulay juzgaba de los beneficios de la Reforma para los
pueblos europeos:
«Los más
bellos y fértiles países de Europa han quedado bajo el yugo del pontificado
hundidos en la pobreza, en el torpor intelectual y en la servidumbre política,
mientras que las naciones protestantes, proverbiales antes por su esterilidad y
su barbarismo, se han transformado por el arte y la industria de sus hombres en
bellos jardines y en pueblos de héroes, de filósofos y de poetas. Todo aquel
que conociendo lo que eran hace cuatrocientos años Italia y Escocia, se tome
ahora la molestia de comparar el campo que rodea a Roma y el que circunda a
Edimburgo, podrá formarse por sí mismo una idea sobre las tendencias de la
dominación papal»
La cita no
puede faltar en ninguna obra protestante de divulgación. Y, sin embargo, el
juicio es de una simplicidad infantil. Apenas llega uno a adivinar la relación
entre unos parterres más o menos arreglados y la bondad o malicia de los
jardineros que los cuidan. El lector moderno sonreirá también ante el intento
de comparación entre Italia, cuna del arte y mosaico de bellezas, tanto
antiguas como modernas, con cualquier otro punto del Norte del continente
europeo. Pese a las predicciones del autor de la Historia de Inglaterra, la
Roma papal y sus alrededores continúan atrayendo a miles de personas, a unas
por la belleza única de su ambiente, a otros por la irresistible fuerza de
quien, desde allí, es el representante de Cristo en la tierra.
El
historiador ha de precaverse también de no mezclar en la presente materia temas
y asuntos que per se nada tienen que ver con los orígenes, de origen divino o
de hechura humana, de una cualquiera de las ramas del cristianismo. Está de
moda entre ciertos apologistas explayarse en el examen del progreso material de
los pueblos protestantes contrastándolos con el de aquéllos que permanecen
fieles a la Iglesia católica. Su argumento se basa en el siguiente raciocinio.
Todos somos testigos de los avances materiales y del confort de vida alcanzados
por algunas naciones modernas que podrían llamarse de tradición protestante.
Los casos de Norteamérica, Inglaterra, Alemania y los países escandinavos —
comparados con España, Italia, Portugal e Irlanda en Europa y de los países
sudamericanos en el Nuevo Mundo — inclinan la balanza a favor de los primeros
tanto en el campo industrial como en el educativo. Luego viene su apodíctica
conclusión:
«Estos
resultados divergentes se deben al genio del sistema religioso imperante en
dichos pueblos. El catolicismo romano, con su rígida disciplina y su autoridad
totalitaria, su estricta censura y sus dogmas, ha amordazado el pensamiento y
ha aprisionado el espíritu. Por el contrario, el protestantismo, con su énfasis
en el sacerdocio de todos los fieles, en la salvación por la sola fe, en el
derecho al juicio privado y en el recurso a la autoridad de las Sagradas
Escrituras, ha ganado para la humanidad la primogenitura de los derechos del
hombre, estimulando en todos la independencia del pensamiento religioso y promoviendo
la libre investigación»
Este
cliché, explotado en su propaganda popular, exigirá de nosotros en la parte
apologética de la obra una mayor atención. Contentémonos por el momento con
unas indicaciones generales. Estos autores pasan de largo el esplendor y el
poderío económico de potencias auténticamente católicas a lo largo de los
siglos XVI y XVII. Omiten también para la época moderna, entre otros, el
ejemplo de Francia por no considerarla «católica» — aunque tenga para ello más
derechos que una Escandinavia para llamarse «protestante». Dichos escritores prescinden
igualmente de la existencia de fuertes minorías católicas (a veces casi el 50
por 100 de total) en países como Suiza, Holanda, Alemania y los Estados Unidos.
Pero, además, ¿en qué parte del Nuevo Testamento prometió Jesús a sus apóstoles
y a su Iglesia que esta se convertiría para quienes entraran por sus puertas en
un paraíso terrenal? La historia nos muestra que la prosperidad económica ha
ido fluctuando en los pueblos independientemente de la religión profesada por
sus habitantes. De lo contrario, nos veríamos obligados a admitir que el shintoísmo es la religión ideal porque ha hecho del Japón
el pueblo más grande del Oriente; o que el socialismo ateo, que tantos
beneficios y adelantos científicos ha llevado a Rusia, lleva consigo las
bendiciones del cielo; o que, para medrar en la vida como grupo étnico y
racial, es menester que todos abracemos el judaísmo. Son — parece inútil
insistir en ello — conclusiones absurdas que el observador imparcial no está
dispuesto a suscribir. Todo ello sin ponernos a analizar cómo en una nación
como Inglaterra, donde apenas el 5 por 100 de sus habitantes practican el
anglicanismo, los resultados se deban atribuir precisamente a la idiosincrasia
protestante de la población. Y sin recordar tampoco que hay en los Estados
Unidos 70 millones de personas que dicen no pertenecer a ninguna iglesia; que
este número, añadido a los 39 millones de católicos y a otras minorías
religiosas, forma la mayoría absoluta del país; y que, por lo tanto, en buena
lógica, el progreso industrial y cultural del país, les corresponde a ellos con
tanta o mayor razón que a esos 60 millones de norteamericanos que hacen
profesión, al menos nominal, de protestantismo.
Lo dicho, y
por los mismos motivos, se aplica a la manoseada cuestión de la primacía de los
protestantes en el campo educativo y cultural. La educación universal — más
baja cuantitativamente hoy en grupos de naciones católicas — depende en buena
parte de los medios económicos de que disponen los gobiernos para imponerla. A
la lista de universidades norteamericanas como Yale, Princeton, Columbia y
Harvard sacadas a plaza por los protestantes como instituciones originariamente
religiosas, podemos nosotros ofrecer un número muchísimo más elevado de centros
educativos católicos de todo género (desde escuelas monásticas hasta
universidades) que los precedieron en ambos hemisferios. La Iglesia, que fue la
verdadera madre e impulsora de las universidades medioevales, tiene tanto que
resentir, que todo intento de competencia resulta, bajo el punto de vista histórico,
condenado al fracaso.
Se han
querido también contrastar, con los mismos designios apologéticos, el adelanto
científico de los siglos XVI y XVII entre los pueblos «pasados a la libertad de
la Reforma» y el retraso de las naciones «sometidas todavía al estrecho
dogmatismo y a la vigilancia inquisitorial de la Iglesia católica».
Recientemente todavía — y desde las altas esferas de los organismos
internacionales — han querido ciertos autores protestantes «revindicar para si
esta auténtica gloria» de su revolución religiosa.
Primeramente
sería necesario discutir por qué la palabra ciencia se ha de restringir — y
menos todavía en aquellos tiempos — a las matemáticas, a la mecánica y a las
ciencias naturales, excluyendo sistemáticamente a la teología, a la literatura,
a las leyes y a otros ramos del saber que formaban el meollo de la vida
intelectual de la época. Pero, aun aceptando esta arbitraria limitación, no
resulta verdadera la afirmación de que «la ciencia moderna haya nacido de la
Reforma». El P. J. Russo, en un trabajo aparecido en
Cuadernos de Historia Mundial, de la UNESCO, ha llegado a las siguientes
conclusiones:
1) En
cuanto a la actitud religiosa, el protestantismo constituyó en general (pero de
ningún modo siempre) una atmósfera favorable al progreso de las ciencias por su
interés en promover el conocimiento de la naturaleza y por la libertad que
concedió al investigador;
2) tomado
en su conjunto, el Catolicismo manifestó una amplitud de miras en relación con
las ciencias derivadas de su doctrina y de su espiritualidad. En concreto, y
por obra sobre todo de la Compañía de Jesús, la Iglesia dio pruebas de un
humanismo tan favorable como el de los protestantes. Respecto de la libertad de
investigación, si es que esta estuvo impedida — como en el caso de Galileo — por
preocupaciones religiosas, no se ve que tales rémoras constituyeran un
impedimento al verdadero progreso del saber. Esto sin contar que el
protestantismo nos ofrece idénticos ejemplos de intervención, debidos en ambos
casos a la insuficiente distinción entre el dominio científico y el religioso.
3) Si es
verdad que los países protestantes mostraban una actividad científica notable,
no lo es menos que tanto en Francia como en Italia (y añadimos nosotros, en la
España peninsular y en la ultramarina) existía el mismo interés y se llevaban a
cabo parecidos trabajos;
4) nada
prueba de manera apodíctica que la actitud científica de ambos grupos de países
estuviera ligada a su talante religioso; al menos es menester tener muy en
cuenta las circunstancias económicas y culturales que allí intervenían;
5) de las
estadísticas que tenemos a nuestra disposición parece deducirse que la
participación protestante y católica en el campo científico (nada digamos del
teológico y del humanista) fue casi igual en ambos.
Los
protestantes esgrimen todavía con frecuencia el «slogan» según el cual la
Reforma habría sido el primer eslabón y el motivo inspirador de la libertad en
los individuos y en los pueblos. La proposición tiene su lado veraz, pero sólo
cuando se entiende dentro de ciertos límites y sujeta a no pocos reparos.
Aumenta cada día el número de historiadores imparciales que se resisten a
conceder a los reformadores la exclusiva de haber sido los paladines de la
moderna libertad: «Es menester insistir, escribe el oxfordiano Elton, que la
Reforma no constituyó un movimiento en favor de la libertad sino en un sentido
muy restringido. El protestantismo rechazó, sí, la autoridad de la Iglesia y
del Papado. Pero fue para sustituirlo por otra autoridad: la Biblia, cuyo texto
le ataba sin intermediarios de ninguna clase... No se olvide tampoco que en
política sus dirigentes tendieron a apoyarse en el brazo secular... Tal vez la
libertad menos fomentada por aquellos hombres fuera la del pensamiento... Entre
sus primeras víctimas figuró desde los comienzos el espíritu de la Ubre
investigación y la intolerancia hacia todos aquellos que no participaban de sus
ideas». La lectura del libro de R. Bainton, The Travail of Religiosus Liberty, Nueva York,
1951, nos conduce a la misma conclusión. Torquemada y sus hogueras
inquisitoriales no hacen tan mala figura ante la hiel persecutoria del frío
Calvino. De los demás defensores de la libertad aducidos por él, Castellione era más humanista que auténtico protestante. Ochino fue un pobre apóstata de carácter voluble que quiso
pactar sucesivamente con todas las fuerzas de la Reforma y que, al ser tenido
como sospechoso por Calvino, escribió alguna vez en favor de la tolerancia
religiosa. Milton se vio en la necesidad de defender la libertad para librarse,
como todos los demás puritanos y no-conformistas, de las imposiciones de la
iglesia anglicana. Sin embargo, respecto de los católicos de Inglaterra
continuó tan intolerante como los demás, negándoles el derecho a la existencia.
Locke, «el apóstol de la tolerancia», defendía la libertad religiosa, no
fundado en los principios de la Reforma sino en los postulados del laxismo y
del deísmo, en otras palabras por su desinterés aun por la sobrevivencia de los
demás fundamentales dogmas cristianos.
Pero, aun
en la hipótesis de que el protestantismo hubiera fomentado ciertas clases de
libertades, el historiador católico debe de proceder con cautela. Hay, es
verdad, una libertad sana de obrar y de pensar que la Iglesia aprueba y elogia.
Se extiende a todos aquellos campos que no rozan directamente con el depósito
de la revelación. En estos probablemente el protestantismo ha adquirido
positivos méritos ante la historia mientras que, quizás en ocasiones y por
miedo a complicaciones de orden moral o dogmático, el catolicismo ha procedido
con una timidez que hoy nos parece excesiva. Pero, existen también otras
libertades (y a estas aluden con frecuencia los protestantes) que no podemos
admitir, a saber, aquellas que van contra la voluntad de Dios expresada en sus
mandamientos o en la voluntad de Cristo manifestada en los Evangelios y
trasmitida por la Iglesia. Si el asesinato es inadmisible por ir contra el «no
matarás» del Decálogo, no lo es menos cualquier clase de ruptura o de abierta
desobediencia con aquella institución querida por Cristo para que fuera el arca
de salvación para el género humano. Por eso el catolicismo, aunque dolorido por
los desgarres causados a su cuerpo, continúa rechazando como inaceptable «la
libertad» de romper con la Iglesia que los reformadores del siglo XVI se
quisieron arrogar a sí mismos. Y tampoco admite la «libertad de pensamiento» en
materias de fe ni la interpretación libre de las Escrituras porque es Ella la
que, en nombre y representación de su Fundador, goza en exclusiva de tal poder.
Con esto
nos hallamos en posición de responder a la pregunta fundamental suscitada por
la aparición del protestantismo. La respuesta católica y unánime es negativa:
los autores de la Reforma se equivocaron al pretender «enmendar» a la Iglesia
en la forma en que lo hicieron. Con ello acarrearon además grandísimos males y
causaron una profundísima herida en el Cuerpo de la Cristiandad.
Ante todo,
Lutero, Calvino, Zwinglio y Enrique VIII (aun en la dudosa hipótesis de que sus
rebeldías fueran dictadas únicamente por razones de puro amor divino) erraron
totalmente al querer reformar de aquella manera la Iglesia. No quisieron o no
supieron comprender que Ella, ideada y fundada por Cristo, objeto de sus
súplicas al Padre, dotada en su Cabeza del carisma de la infalibilidad, no
puede claudicar porque lleva en sí promesas eternas y la seguridad de que «las
puertas del infierno no prevalecerán contra Ella». Si el Divino Maestro nunca
prometió a los suyos la ausencia de débiles, de oportunistas y hasta de
indignos en la sociedad sobrenatural que estaba fundando (al contrario, muchas
de sus parábolas presuponen aquella presencia) pero, en cambio, sí les aseguró
que no los abandonaría y que permanecería con ellos «hasta el fin de los
tiempos». La vida toda de la Iglesia, con sus altibajos y sus profundas crisis
de decaimiento o relajación, había constituido durante los quince siglos
anteriores a la Reforma una confirmación de la veracidad de aquellas promesas.
Cuando en la Iglesia la situación llega a ser tan precaria que humanamente no
parece haya remedio, entonces toca al mismo Dios suscitar a los hombres
providenciales que empezarán a curar (desde dentro y sin romper sus lazos con
Ella) sus heridas y a devolverle el esplendor que temporalmente se había
obscurecido.
¿Qué decir
de los pecados de la Iglesia que habrían sido la causa de la rebelión por parte
de los jerarcas de la Reforma? Cierta escuela histórica alemana de nuestros
días — defensora por otro lado de la necesidad de una cristiana comprensión
para los deslices de Lutero y sus grandes dosis de buena voluntad — tiende a
cargar en este punto las tintas Siempre ha habido pecados en los miembros de la
comunidad cristiana. La Iglesia primitiva, a la que se nos quiere describir
como casi inmaculada, no careció de ellos. «No podemos menos de respetar a
aquella primitiva cristiandad, escribe Bourdalou;
pero esto tampoco nos ha de inducir a menospreciar a la Iglesia de los últimos
tiempos. En los primeros siglos, al lado de mucha santidad, no dejaban de
deslizarse los relajamientos. Y en nuestros días, en medio de los relajamientos
introducidos, no deja de haber mucha santidad». Que en el siglo XVI la Iglesia
pasara por una época dificilísima, lo muestra la documentación aducida en
páginas anteriores. Lo reconocía, como hemos visto, el Papa Adriano VI y lo
repitieron de diversos modos algunos de los Padres asistentes al Concilio de
Trento.
Pero, aun
entonces, quien contemple las cosas con los ojos de la fe y mida las
dimensiones históricas del Cristianismo, no dejará de percibir allí «el milagro
de la Iglesia». Como explicaba el Episcopado holandés a sus fieles en 1948 con
motivo del Congreso Mundial de las iglesias de Amsterdam:
«La Iglesia
permanece siempre santa: en su culto, en sus sacramentos, en su Santo
Sacrificio y en la vida de gracia que comunica. Es también santa en su
legislación que no tiene otra finalidad que la de contribuir a la gloria de
Dios y a la santidad de los remedios. Es santa porque en todas las edades ha
producido grandes santos. Por esta santidad la Iglesia muestra de manera
permanente su origen divino. Ello no obstante, sus miembros son siempre
humanos. En sus personas se manifiesta el aspecto humano, a veces demasiado
humano, que puede en ocasiones ser causa de escándalo y de que muchas veces los
hombres no vean esa santidad»
Por otro
lado, tampoco pensemos que fueron los reformadores protestantes los únicos en
caer en la cuenta del triste estado en que habían caído muchas de las
instituciones y de los hombres de la Iglesia. Otros hombres, llenos de Dios y
de amor al prójimo, sintieron también su alma atravesada por el dolor. Con
todo, su fe en la palabra del Evangelio les dijo que se trataba de una crisis
pasajera de la obra de Cristo en la tierra y que no había otra manera de
enfrentarla sino al modo clásico del que había sido tantas veces testigo la
historia. Por eso, comenzaron a reformarse a sí mismos, a predicar la vuelta a
los principios de la Catholica, a trabajar por la
mejora de las costumbres del clero y de los fieles y a contribuir, con sus
penitencias, oraciones y predicaciones, a la consolidación del amor de todos
hacia los representantes de Cristo en el pontificado. La obra de San Ignacio y
de la Compañía de Jesús, la reforma carmelitana y la franciscana, tuvieron
desde los comienzos esa meta. Al igual que en otras ocasiones Dios escuchó sus
ruegos y vino en socorro de su Iglesia. El siglo XVI fue de hecho el siglo de
los grandes santos — de los canonizados y de los conocidos solamente al Cielo —
y el Concilio de Trento constituyó el primer jalón de una magna y auténtica
Reforma que sacudió al Catolicismo y le infundió aquella asombrosa vitalidad,
patente todavía en nuestros días.
¡Cuán
distinto fue el proceder de los espíritus de oposición, de los innatos descontentos
que se creyeron poderosos para purificar por sus débiles manos el organismo
enfermo de la Iglesia! Su mismo punto de partida era ilusorio; Dios no les
había otorgado en ninguna parte el poder reformador ab extra que se arrogaban.
«La ilusión de los reformadores, escribe Cristiani,
consistió en imaginarse que pertenece a los hombres volver a encontrar la
Palabra de Dios — si es que realmente se ha perdido — como se encuentra una
obra maestra de arte sepultada en el polvo de una biblioteca o como se repara
un edificio abandonado». Pero, sobre todo, el camino emprendido para llegar a
aquel fin era totalmente errado: «Los herejes, decía Bossuet,
debían de haber reprendido las malas costumbres sin romper con la comunión y
reprendido los vicios sin violar la autoridad legítima. Pero el nombre de jefes
de partido los halagó; impulsados por el deseo de brillar, su elocuencia se
desbordó en sanguinarias invectivas sin otro ingrediente que la hiel y la
cólera. De ahí que no trajeran al mundo la reforma, sino el cisma». Por lo que
se refiere a la santidad personal (y aun sin ponemos a escarbar en sus vidas)
preciso es admitir que los reformadores del siglo XVI son todo menos modelos
dignos de imitación. Digan lo que quieran ciertos panegiristas católicos modernos
de aquella Reforma, serán pocos los que — cuando se viene a las inmediatas —
propondrían a ninguno de sus iniciadores como ejemplares de lo que tiene que
ser la fidelidad a las solemnes promesas hechas a Dios y a una vida modelada
según las normas del Evangelio. Además, como ha escrito Goyau,
«a la base de la implantación del protestantismo, le falta la humildad, esa
gran virtud siempre operante en el catolicismo, la que hacía arrodillarse a
Jesús delante de Pedro y a este delante de Jesús, a los fieles delante de los
apóstoles y al orgullo propio de cada uno de nosotros delante de la autoridad
de la Iglesia»
Pero ¿es
que la Reforma, tal como la concibieron y llevaron a cabo los protestantes, no
constituía el único remedio a los males que afligían a la Iglesia? El profesor McNeill está convencido de que sí. Tras la extensa
enumeración de «vicios», de «corrupciones» y de injusticias que carcomían a
muchos sectores tanto en la jerarquía como al común de los fieles, el autor
concluye afirmando que, vistas todas las circunstancias, el camino tomado por
el protestantismo era el único en el que entonces se podía pensar. Estima
igualmente que, en aquel marasmo de confusión teológica, de teorías conciliaristas y de concepciones filosóficas, la acusación
católica de que los reformadores emprendieron su revolución no desde dentro,
sino desde fuera de la Iglesia, no responde a la realidad.
La
respuesta a esta pregunta depende en gran parte del punto de partida de cada
escritor y de la concepción de Iglesia que profese. La de McNeill es, por no decir otra cosa, pobre y poco consonante con la tradición cristiana
de esa institución. “En la historia de los pueblos, dice, pueden ocurrir crisis
en las que la revolución es el único camino que queda para un gobierno decente
y la única salvación política para los pueblos. En tales casos, no se nos
ocurre llamar traidores sino patriotas a los jefes de la revolución”. Este
mezquino concepto del papel que ha de jugar la sociedad fundada por Cristo en
la tierra, señala la pauta de su existencia en la historia. Si la Iglesia no es
más que eso (una sociedad humana, más o menos querida por Cristo, pero
abandonada a sus propios recursos; la Reforma protestante puede parecer
justificada. Si, por el contrario, mantenemos que la Iglesia, fundada sobre la
roca inconmovible de Pedro, lleva consigo promesas de perennidad, el raciocinio
falla por su misma base. El hombre no es quién para corregir la plana a Dios ni
para decirle que ha llegado el momento en que sus garantías han dejado de ser
una realidad y que, por lo tanto, estamos en la hora de las intervenciones
humanas. «Lo trágico de la Reforma, escribe un católico que ha hecho lo posible
por aminorar su responsabilidad ante la historia, consistió en que Lutero se
dejara arrastrar por la lucha de los espíritus hasta el punto de abandonar no
solamente las corrupciones que realmente existían en la Iglesia, sino a la
Iglesia misma, fundada sobre Pedro y regida por los sucesores de los apóstoles.
En otras palabras, en cometer aquello que para San Agustín era el pecado mayor
del cristiano: levantar un altar contra otro altar y hacer pedazos el Cuerpo de
Cristo».
Quedan por
aclarar dos puntos importantes relacionados con los comienzos de la Reforma: el
concerniente a «la buena voluntad» de quienes iniciaron aquel movimiento y el
de «los grandes bienes» que del protestantismo han derivado para toda la vida
posterior de la Iglesia. En ambos campos la producción bibliográfica es
abundantísima, tanto por parte de los protestantes (para quienes esta posición
es la única que responde lógicamente a sus premisas) como por la de los
católicos que se han tomado la tarea de «reivindicar los derechos» de aquel
magno acontecimiento histórico. Para nosotros bastará el recurso a este último
grupo de autores.
Ya en 1937 Congar tomaba claramente sus posiciones en este particular
y pensaba que los reformadores tenían una sola aspiración: «la de encontrar,
por encima de todas las superfetaciones humanas, los puros orígenes de la
religión». «Almas que buscan a Dios, eso eran sin género de duda a los
comienzos Lutero y cuantos se unieron a él; almas católicas a las que resultaban
demasiado pesados los marcos estrechos de la vida cristiana y que se
convencieron bien presto, después de una tentativa de reformar la Iglesia, a la
manera y según los gustos de la época, de que podían hallar aquellos orígenes
puros fuera de Ella. Aquello de que se trataba a los comienzos era de
encontrar, más allá de los conceptos, el misterio inviolable; por encima de los
libros de edificación, un Evangelio vivo y auténtico; más allá de las prácticas
devotas a veces desfiguradas por la puja y el histrionismo (las indulgencias),
una religión sencilla, pura, viril, libre de ramaje; y por encima de los
sacerdotes de todo pelaje y de prelados de todo título, a sí mismo, a solas con
Dios en el secreto de la conciencia»
En el
ambiente irenista que ha seguido en muchos círculos a
la segunda guerra mundial, esta actitud se está volviendo de moda y abundan los
ataques a quienes no piensan de la misma manera. Un escritor holandés, H. W.
Van der Pol, nos describe a Lutero como a «un temperamento fuerte en la fe y
convencido firmemente de que lucha por una causa buena y acepta a Dios». «Todo
aquel que se pone a estudiar con seriedad científica y sin prejuicios la vida y
las obras de Lutero, no puede absolutamente dudar de su buena fe». Karl Adam le
hace coro con idénticas o mayores alabanzas a la óptima voluntad que dirigía en
sus acciones — y suponemos que también en sus diatribas — al reformador. «Fuera
de un pequeño grupo de humanistas radicales, escribe, la detestación universal
(del pueblo alemán y de Lutero) no tenía por objeto al Papa como la garantía de
la unidad divinamente instituida para garantizar la unidad de la Iglesia, ni
siquiera la autoridad religiosa de la Sede pontificia, sino la absoluta
mundanidad de los Papas y de la Curia. El deseo de todos — aun del mismo Lutero
— era tener en Roma a un representante auténtico de Cristo, a un hombre que
respirara en su espíritu y en su actividad la del Divino Maestro. Y al hablar
de la reforma de los miembros, nadie pensó por un momento en llevar a cabo cambios
revolucionarios en la naturaleza de la Iglesia. No había deseo alguno de
cambiar la sustancia del dogma, del culto o del gobierno eclesiástico, sino
únicamente de abolir todas las evidentes aberraciones de la vida anterior y de
la devoción de la Iglesia... El clamor de todos no era ni antipapal,
ni antidogmático, ni antieclesiástico,
sino sencillamente se buscaba una conversión elemental y una renovación completa
del estado vigente de cosas».
Concedemos
que en los escritos de Lutero las contradicciones se encuentran a granel. Hay
ocasiones en que dice someterse humildemente al Papa y otras muchas más en que
lo compara con el peor de los anticristos; otras en que asegura no pretender
introducir cambios en la doctrina del cristianismo (tal como él lo concibe),
para desbarrar luego contra los sacramentos y afirmar el contacto directo con
Dios sin ninguna clase de intermediarios; ocasiones en que se derrite en
alabanzas a la Santísima Virgen y otras en las que pronuncia contra Ella las
más burdas blasfemias; momentos en que se cree totalmente inspirado por lo Alto
y otros en los que duda de si es el mismo infierno el que lo induce a obrar de
aquella manera. Pero este polifacetismo luterano no
debiera inducir a sus biógrafos a seleccionar sólo aquellos textos que
favorecen su posición. El Lutero total se compone de ambos aspectos. Y
solamente cuando se hace un balance de todos — y se los compara con lo que de
hecho dejó como herencia a la historia — se puede tener una visión más objetiva
del conjunto. En lo relativo a sus intenciones personales, mejor es no
meternos. La Iglesia, aun cuando define solemnemente que quienes «han recibido
la fe bajo el magisterio de la Iglesia, no pueden jamás tener causa justa de
cambiar o de poner en duda esa misma fe» (Denzinger,
n. 1794), se cuida muy bien de querer juzgar sus intenciones. Imitemos esa
misma prudencia en este caso particular.
Sin
embargo, puesto que la historia no juzga de las intenciones, sino de los hechos
tal y como aparecen a los ojos externos, nos atrevemos a pensar que en el caso
de Lutero había demasiados agravantes que militaban contra aquella supuesta
buena intención. He aquí unas cuantas:
1) Por muy
ensombrecida que estuviera la doctrina De Ecclesia prevalente en las escuelas teológicas o
en el ambiente general, a nadie — si no a los auténticos herejes condenados
como tales — se les había ocurrido poner en duda la potestad primacial de Pedro
y la de sus sucesores en Roma. La historia eclesiástica estaba llena, ya desde
los primeros siglos cristianos, de intervenciones pontificias en las que se
reafirmaba aquel poder. Los decretos condenatorios de Wycleff y de Huss; las definiciones de los concilios de
Florencia y de Constanza; la bula Exsecrabilis de Pío II en que se rechazaba el apelo al
Concilio universal, etc., eran demasiado próximos a la época luterana para
estar ya relegados al olvido. Eck y los teólogos
católicos, contemporáneos o inmediatos a la reforma, aducirían estos argumentos
en confirmación de sus doctrinas. No hay por qué suponer que Lutero y los suyos
fueran una excepción a la regla general. Lo únicamente admisible es que, a
pesar de saber lo que era en estas materias la doctrina de la Iglesia,
prefirieron conscientemente rebelarse contra ella porque, llevados de la pasión
y convencidos de que sus luces personales decían la última palabra, estaban
alucinados de poseer la verdad y de no haber fuerza humana capaz de oponerse a
la misma. Era el camino seguido anteriormente por otros muchos herejes. Lutero
lo veía bien cuando se trataba de los demás:
«Los
promotores y jefes de sectas, escribía en una ocasión, no se someten a la
palabra ni están dispuestos a rendirse ante las pruebas. Ya afirma San Pablo
que tales hombres no pueden sufrir la verdad ni obedecerla. Solamente buscan el
modo de resistirla y de escamotear, con glosas que ellos se imaginan, los
argumentos sacados de la Escritura contra sus decantados sueños. Sujetos por
sus ilusiones y cegados por el error, están persuadidos de poseer la verdad
total y la perfecta inteligencia de la Biblia. Quien llega a este
convencimiento, no oye ni escucha a nadie, ni menos cede y da a otro la razón»
La única
excepción a aquella regla general era la suya propia. Porque entonces — y
aunque la Iglesia toda le contradijese — él continuaba aferrado a su parecer.
«No puedo oír ni sufrir que ataquen mi doctrina, pues estoy cierto y seguro,
por el espíritu de Cristo, de que es verdadera e infalible»
2) Resulta
muy difícil imaginarse que Lutero, llevado únicamente por deseos de pura
reforma de la Iglesia, la concibiera en términos que eran totalmente ajenos a
la historia. La ruptura de las más sagradas promesas hechas a Dios y la
incitación al pecado (para no hablar sino del campo moral) constituían
ciertamente aspectos singularísimos difícilmente justificables ante el texto
del Sermón de la montaña o ante el mismo Decálogo de la ley natural. ¿Ignoraba
él los caminos tomados en otros tiempos con ese fin; o lo que sus mismos
contemporáneos — con Cisneros en España y con grupos selectos en Italia —
estaban realizando para reformar la Iglesia en su Cabeza y en sus miembros?
Repetimos: todo esto supondría en Lutero y los suyos una crasa ignorancia o una
inconmovible tozudez. Y no sabemos cuál de los dos defectos les haría menor
honor. «Toda reforma verdadera, escribía Pío XI al pueblo alemán a raíz de las
desviaciones doctrinales del nazismo, ha tenido en último análisis, como punto
de partida la santidad en hombres inflamados y empujados por el amor de Dios y
del prójimo. Generosos, siempre prontos a escuchar cualquier llamada de lo Alto
y a poner en práctica lo mandado. Seguros al mismo tiempo de sí mismos porque
lo estaban de su vocación, se elevaron hasta convertirse en luminares y en
renovadores de su tiempo. Por el contrario, allí donde el celo personal no ha
brotado de la pureza personal, sino que ha sido la expresión y la explosión de
la pasión, en vez de clarificar lo que hace es perturbar, en vez de contribuir,
destruir, para convertirse finalmente en punto de arranque de aberraciones
mucho más fatales que los males que pretendía remediar»
Se ha dicho
que si la providencia hubiera permitido la intervención de los reformadores del
siglo XVI para corregir los males de su Iglesia, la elección de instrumentos
habría sido humanamente la menos aceptable. No les falta razón. Ciñéndonos de
nuevo a la esfera de la moralidad tal como aparecía al día siguiente de
implantarse el luteranismo, la situación era todo menos halagüeña. «En el
pueblo cristiano, escribía uno, se ha roto el vínculo de la paz y de la caridad;
se ha emponzoñado la disciplina de las costumbres; han desaparecido el honor,
la obediencia y el santo temor de Dios. En su lugar sólo reinan el rechazo de
la moralidad y la libertad que prescinde de las leyes divinas». Las autoridades
civiles se habían hecho todopoderosas; por eso Bucer y Melanchton deseaban que se reuniesen en un Concilio
«con el fin de llegar a algún acuerdo en materias de doctrina y de culto» y
evitar así sus continuas interferencias y arbitrariedades. En materia de
castidad, no solamente religiosa, sino aun conyugal, el caos era espantoso y
sería fácil llenar páginas con testimonios irrecusables que mostrarían las
ruinas acarreadas por la doctrina y los ejemplos de los reformadores. «Tanto ha
progresado el libertinaje, escribía Osiander en 1537,
que la modestia, honestidad y castidad de las esposas e hijas de familia están
menos seguras en sus casas, entre los parientes y amigos, que en ningún otro
sitio». «¿Cuándo jamás, preguntaba a Lulero el duque de Sajonia, vieron
nuestros ojos tan gran número de adulterios sino desde que tu escribiste que
cada uno de los cónyuges podía vivir con otra persona y que el hijo adulterino
fuera alimentado por el legítimo consorte? ¿Cuándo los esposos han visto irse
con los extraños a sus esposas sino después de tu evangelio?». «Si la pasión
deshonesta, decía Stafilo, hace a unos y a otros
revolcarse en el vicio, esto no les quita la paz y apelan a la ley de Lutero
que les propone la castidad y continencia como cosas imposibles, y tan
necesaria la satisfacción del instinto pecaminoso como el comer y el beber».
Los humanistas, con Erasmo a la cabeza, se vengaron del reformador con su fina
ironía. Por lo visto, habían llegado en sus reformas más allá de lo que ellos
mismos los habían querido empujar. «Dime ahora, escribía el de Rotterdam, si el
matrimonio es entre ellos (los reformados) más casto que entre los paganos. Las
anécdotas que te podría contar, son muy conocidas puesto que han sido los
magistrados o el pueblo mismo los primeros en sacarlos a la luz pública... Los
que se glorían del evangelio se entregan... a toda clase de licencias. Nadie se
hace entre ellos mejor, pero son muchos los que se vuelven peores. Y si es
verdadera la leyenda de que el anticristo nacerá de un monje y de una monja,
¡cuántos miles de anticristos debe tener ya el mundo!»
Por
desgracia, no se trataba únicamente de críticas de adversarios. Los mismos
seguidores inmediatos del reformador coincidían en lo sombrío del cuadro
general. Bucer no dudaba en afirmar que «la
corrupción hacía cada día mayores estragos en la iglesia evangélica; que en
esta la impunidad parecía asegurada aun para las culpas más graves; que el
respeto que antes se tenía por el sacerdote católico, se había convertido ya en
desprecio hacia los pastores y su predicación; que la mayor parte de los
luteranos se abstenía de la Santa Cena; y que ellos mismos afirmaban haber
abrazado la Reforma para abandonarse más libremente a sus pasiones carnales ya
que tenían siempre a mano una doctrina muy agradable, a saber: la de la
justificación por la sola fe». En ese pesimismo coincidía también Melanchton quien en 1545 dividía a los evangélicos en
varias categorías. Estaban en primer lugar aquellos numerosos luteranos que
habían abrazado la Reforma «por afecto natural», para deshacerse de las trabas
legales y morales impuestas por el Catolicismo. «A esta clase pertenece la masa
del pueblo que no entiende los principios fundamentales de la doctrina, ni se
preocupa de nuestros debates y sólo muestra en el progreso evangélico el interés
que el buey cuando ve la puerta nueva que se ha puesto en su establo». Entraban
en la segunda los nobles y los dirigentes. La mayoría de ellos se habían hecho
protestantes «no por convicción propia sino por temor a desagradar a los
príncipes a quienes hacen la corte». La tercera categoría resulta para nosotros
un tanto misteriosa. Estaba compuesta por aquellos que exteriormente afectaban
una gran devoción por la reforma, pero que de hecho «recubren sus verdaderas
intenciones que son las de satisfacer a sus apetitos desordenados y a sus
pasiones camales. En esa categoría se encuentran muchas personas bien poco
dignas de alabanza. Venían en último lugar «los elegidos, por desgracia en
número muy reducido»
Se trataba,
como se ve, de una apreciación común a todos los dirigentes. Es obvio que el
mismo Lutero — con aquella su ruda franqueza teutónica — no cerrara los ojos a
la triste situación. Conocidas son sus frases en el Comentario al Deuteronomio:
«No hay un solo evangélico que no sea hoy siete veces peor que lo que era antes
de venir a nosotros: mentiroso, ladrón, comedor y bebedor y entregado a toda
clase de vicios como si no hubiera recibido la santa Palabra. Si (con su venida
a nosotros) se han deshecho de un demonio (el del Papado), hay otros siete
peores todavía que el primero, que han tomado su puesto». «Cuando el papismo
nos imponía todavía la recepción del sacramento (eucarístico), había multitudes
que se acercaban a recibirlo. En cambio, ahora nuestro comportamiento respecto
de la Eucaristía es tan repugnante, que apenas se diría que se trata, no ya de
cristianos, sino siquiera de seres humanos». Al reformador le molestaba de
manera especial el desprecio con que las gentes miraban a los pastores de las
nuevas iglesias. Su abandono de las más sagradas promesas, sus matrimonios y su
conducta personal contribuían a ello. Las mismas gentes sencillas participaban
de la misma opinión. «Todos, tanto aldeanos como burgueses, afirman que pueden
prescindir de nuestros pastores, llegando a asegurar que prefieren verse
privados de la Palabra de Dios que tener que ocuparse de un hombre inútil».
* * *
Lo dicho,
sin embargo, no obsta para que cerremos los ojos a ciertos bienes positivos
acarreados a la Iglesia por la Reforma — aunque en esto mismo nuestro
asentimiento se haga, la mayoría de las veces, con algunas reservas. El P. Moreau los enumera con las siguientes palabras: «contribuyó
a espiritualizar la religión de su tiempo; aceleró en la Iglesia católica el
movimiento de la Reforma; dio un impulso magnífico, aun entre los católicos, a
la enseñanza del catecismo entre los niños; habituó a los teólogos a recurrir
más directamente a la Sagrada Escritura, cosa que, por otra parte, habían
recomendado a sus discípulos los humanistas». Permítasenos desarrollar un poco
estas ideas.
Se nos
dice, por ejemplo, que la Reforma constituyó el verdadero punto de partida para
un aprecio mayor de la Biblia como fuente de inspiración y de devoción aun
dentro del catolicismo. Realmente los protestantes hacen mucho por la difusión
del Libro Sagrado. La veneración con que se le mira y se le lee en muchas
familias reformadas debiera servirnos de alto ejemplo para nuestro propio
proceder. Quien conozca un poco su esfuerzo por traducirlo a las más diversas
lenguas del mundo y para repartirlo en los países de misión como el primer rayo
de luz sobrenatural que penetra en las tinieblas del paganismo, no puede menos
de rendir un tributo de sincera admiración a los promotores de tan bella obra.
Una visita detenida a las grandes Casas Bíblicas de Londres y de Nueva York
basta para caer en la cuenta del elevado número de hombres y mujeres que
dedican sus energías — o su contribución anónima — para que no falte a nadie,
ni a los que Dios ha privado de la vista, el mensaje de la Palabra revelada.
Sería igualmente injusto descartar todo influjo — más el indirecto que el
directo — de este amor a las Sagradas Escrituras en el resurgimiento bíblico
patente hoy en la Iglesia católica.
Pero, aun
admitido todo esto, no olvidemos que la medalla tiene también su reverso. Se
omite con frecuencia el aprecio grandísimo y el uso continuo que la Iglesia
católica — poseedora auténtica de la Biblia — ha hecho de las páginas del Libro
Sagrado. Bastaría el examen de los cánones del Concilio de Trento y del
Vaticano para convencemos de ello. Volviendo después la mirada al papel jugado
por la Biblia en la historia del protestantismo, nos será igualmente fácil
constatar que no todos han sido beneficios para su expansión. El principio de
la Biblia sola ha sido causa, siempre pero más ahora con el progreso
científico, de que muchos la hayan abandonado por completo a causa de las
«contradicciones» que en el Libro creen encontrar. Otros, deseosos todavía de
«salvar algo de su contenido», se han entregado a hacer de él una vivisección
aceptando ciertos puntos que creen coherentes con su filosofía y rechazando otros
que califican de irreconciliables con los conocimientos históricos,
arqueológicos, biológicos o físicos que poseemos. En general, sus críticas y
reservas respecto del Antiguo Testamento son tan negativas que muy pocos de sus
libros pueden alegar el mismo grado de inspiración que los del Nuevo. Pero,
sobre todo, el principio de la interpretación libre de los textos inspirados,
ha sido el origen del espantoso confusionismo doctrinal que hoy reina en sus
iglesias. Los radicales y liberales, los ortodoxos y los fundamentalistas, los dispensacionalistas y los literalistas,
mantienen sus puntos de vista peculiares acarreando a la teología reformada la
confusión que la caracteriza. Los primeros reformadores no pudieron imaginarse
que las cosas fueran tan lejos como de hecho han ido. Con la agravante de que
la entrada de núcleos cristianos venidos del paganismo a la gran familia
reformada sólo contribuirá a aumentar el desorden. El divisionismo protestante
(esa gran plaga que empieza a asustar a sus mismos dirigentes) no sería lo que
es si los fundadores de sectas, iglesias o escuelas, no se creyeran igualmente
inspirados por el Espíritu para dar al texto bíblico la interpretación peculiar
que les atribuyen
Otros
piensan que el protestantismo contribuyó notablemente a purificar muchas de las
supersticiones que entonces prevalecían en la Iglesia y a infundir en sus
seguidores una religión mucho más seria e interior.
Hay siempre
en la vida religiosa del pueblo cristiano dos aspectos que conviene distinguir.
Uno es el de sus teólogos y maestros; otro el de lo que pudiéramos llamar las
creencias y prácticas populares. En el primero, el protestantismo hizo (tal vez
sin quererlo) una buena labor al denunciar el confusionismo o la poca seguridad
con que algunos teólogos y predicadores escribían o hablaban de ciertos puntos
relacionados con la doctrina sacramentaría, con la cuestión del mérito,
etcétera. Pero el trabajo de precisión de aquellos conceptos — junto con la
definición de otros muchos negados por el protestantismo — fue obra y mérito de
la Iglesia en el Concilio de Trento. Una vez aclarados los conceptos
teológicos, fue posible a los pastores de las iglesias ir cambiando — al menos
hasta cierto punto — la mentalidad de los fieles. La obra hecha en este
particular por el Catecismo de San Pío V y por otros más populares inspirados
en él, fue enorme aunque sus efectos tardaran en apreciarse y nunca se llegara
a la extirpación total de algunos de ellos. «La religión de las multitudes, ha
dicho Newman, tiene siempre su lado vulgar y estará teñida de fanatismo y de
supersticiones mientras los hombres sean hombres». Por eso tal vez la Iglesia
se muestra menos severa con prácticas del género con tal de que no se opongan
directamente a los dogmas de nuestra fe. Roma sabe además — precisamente por la
universalidad que ha caracterizado a su misión — que en este punto juegan papel
importante la idiosincrasia de cada nación y que exteriorizaciones quizás un
tanto ridículas en un país, resultan totalmente naturales y devotas en otra.
¡Ojalá hubiera habido — y hubiera todavía — un poco más de comprensión mutua en
esto aún entre los mismos católicos!
Lo relativo
al «cristianismo interior» necesita también su explicación. Y esto, tanto por
lo que se refiere a los protestantes como a los católicos. Respecto de los
segundos digamos que sí ha habido — y hay — en la Iglesia cristianos cuya
religión tiene mucho más de exterior que de auténticamente evangélica, hombres
y mujeres que apenas han comprendido todavía lo que es aquel «regnum Dei intra vos est» que Jesús predicaba a las multitudes. Con todo, se
puede preguntar si aún hoy día la inmensa mayoría de los protestantes profesa
una religión más interior que la de los católicos. Gentes que sólo son
nominalmente cristianas, los hay en ambos campos. Nos referimos a los que en el
catolicismo y en el protestantismo no viven realmente la vida que profesan. En
este caso, nuestra elección va indudablemente al católico, no sólo porque vive
unido al Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia, sino porque se nutre de
sus sacramentos y de su vida litúrgica, sobre todo de la Santa Misa. A los ojos
de Cristo y a los de su Iglesia, el grado de perfección de un alma depende, no
de un puritanismo externo que se patentiza en la abstención total de las bebidas
alcohólicas y del tabaco, sino de su grado de unión con Dios por medio de la
gracia santificante y de las gracias actuales.
Es verdad,
por fin, que el catolicismo ganó en vida interior a raíz de la Reforma. Pero no
fue primariamente con los medios ofrecidos por ella. Fueron de nuevo las
reformas del clero y de su educación introducidas por Trento; su aplicación
paulatina a diócesis y a comunidades religiosas; y sobre todo la maravillosa
obra de renovación cristiana traídas por los Ejercicios Espirituales de San
Ignacio o las grandes misiones populares de varias Ordenes religiosas. Los mismos autores protestantes reconocen que la llamada
«Contrarreforma» fue de signo meridional — y en concreto hispánico —, sin
influencias, por lo tanto, de elementos llegados del otro lado de los Alpes. Si
en tiempos modernos ha habido aspectos, por ejemplo el litúrgico, en los que el
catolicismo tiene contraída una deuda con las iglesias protestantes, es cosa
que no pertenece a este lugar, entre otras razones porque habría que discutir
de antemano hasta qué punto ciertos rasgos del protestantismo moderno pueden
llamarse herederos auténticos de aquella Reforma del siglo XVI.
Por lo
tanto, el balance final de la Reforma deja a su haber un elevado número de
responsabilidades de las que las principales fueron las siguientes: 1) Fue la
causante de la mayor rotura que jamás se causara al Cuerpo Místico de Cristo;
2) el laceramiento entonces causado no ha hecho sino
crecer hasta la triste situación en que hoy nos encontramos; 3) el daño que
esto ha acarreado a la Iglesia ha sido de consecuencias incalculables para la
salvación de las almas; y 4) en el estado actual de separación, la Iglesia se
ve imposibilitada a aparecer (sobre todo ante el mundo pagano) como portadora
auténtica de la obra y del mensaje de Jesús. Hay también autores que enlazan
genéticamente al agnosticismo moderno con los principios de la Reforma. El hilo
invisible arrancaría de la interpretación libre de la Biblia y pasando por el
deísmo del siglo XVIII y el racionalismo del XIX, se uniría con el indiferentismo
religioso de nuestros días.
Sea lo que
fuere de esta tesis, la Reforma permanece a nuestros ojos como una de las
grandes catástrofes religiosas permitidas por Dios a la humanidad. «No hay que
creer nada que no esté incluido en la Palabra de Dios, decía el reformador
alemán. Pero en ninguna parte de la Palabra revelada está escrito que Lutero
fuera enviado para reformar la Iglesia» Ciertísimo. Por eso quedan en el mundo
tantos que en su doctrina descubren sobre todo una desnaturalización de mensaje
cristiano y en su obra reformada una triste y fatal ruptura de la Iglesia una.
CAPITULO V
GEOGRAFIA HISTORICA DEL PROTESTANTISMO
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